La industria creada por Eleodoro Pinto Segura en Las Cuevas tuvo su contrapartida en las capitales de Mendoza y la Quinta Región chilena. El boom chocolatero de El Bombón Asesino generó una fuerte reacción por parte de la competencia. Y su mayor adversario fue el célebre Topoyiyo, devenido en empresario, tras sus años de oro en la década de los setenta.
El Topoyiyo era el único empresario disfrazado que existía en el mundo. Nunca dio la cara ni su verdadero nombre. Todos sabían que usaba bastón para caminar y que dentro de su inmensa máscara ocultaba un sistema de ventilación, basado en oxígeno, que hacía las veces de pulmotor, cuando el empresario estaba agitado. En tanto, su voz tampoco era la auténtica del empresario, ya que en su garganta tenía instalado un aparatito, made in Japan, que transformaba la fonética canosa y señil en la famosa voz de aquel personaje de los niños, que deslumbró la televisión en sus mejores momentos.
Luego de que el empresario infantil lanzara con éxito en el Parque San Martín el famoso tren de chocolate, evocando así a un disco inolvidable que aún figura en Internet, si entrás a Google y ponés en el buscador "tren chocolate Topoyiyo", esta vez su objetivo comercial lo marcó un giro de altura: hacer que el tren de chocolate recorriera la Cordillera como una suerte de excursión para niños, e inclusive ofrecer el servicio de hacer los papeles aduaneros a domicilio para los menores que tenían que cruzar la frontera, cuando tenían que viajar sin los padres. Para ello, Topoyiyo Inc -así se llamaba el emprendimiento- disponía de trabajadoras sociales que visitaban a los padres de los niños, los entrevistaban y les confeccionaba el certificado de autorización, luego lo confirmaban en la oficina de Migraciones, se hacían cargo del niño y sus equipajes durante el viaje y al llegar a Chile, los dejaban en el domicilio de destino, para así garantizarle absoluta tranquilidad a sus padres.
El emprendimiento resultó un éxito, aunque fue muy criticado por organizaciones sociales vinculados a la familia, ya que este servicio era muy usado por empresarios que se la pasaban de viajes de negocios, mientras sus mujeres aprovechaban ese tiempito libre para un fin de semana de spa en el Hyatt u Hotel Cacheuta. El reclamo era lógico: la imagen del Topoyiyo, vinculado con la infancia feliz y en familia, actuaba como un agente que dividía a la familia, al facilitar la ausencia de comunicación entre los padres y sus hijos menores. Por esta razón, ante el boom comercial del lanzamiento del Trasandino de Chocolate -así se llamaba este trencito del Topoyiyo-, la empresa Trasandino contraatacó con un paquete de turismo familiar, que incluía sabrosos descuentos para los menores de seis años, siempre que fueran acompañado de sus padres.
Lo que nunca se supo fue cómo funcionó el Trasandino de Chocolate, ya que si un motor caliente producía chocolate caliente, entonces los compartimentos se derretían. Seguramente funcionó con gas natural comprimido o vehicular. Los vagones, por cierto, eran pequeños y con techo desplegables, por lo que ofrecía el atractivo de ver toda la montaña, si el día era caluroso. Y de paso, se evitaba que el techo se derritiera de calor, aunque todos los niños pipones que viajaban en lo único que soñaban era en bajarse todo el chocolate posible. Si el día era frío, un doble techo cubría cada vagón: el primero, constituido por masa de alfajor con chocolate en rama, para que cada pasajero pudiera arrancarlo a su gusto y devorarlo, en tanto que el segundo techo, bastante más elevado, tenía las características estándar según las normas de calidad ISO 2000. Aún así, a veces surgían problemas tales como el derritimiento del techo de chocolate si la calefacción era excesiva o la caída de chocolate en rama si llovía mucho. Y como los trozos de chocolate en rama eran realmente de dimensión admirable, cuentan que una vez un pequeño de tres años se quebró el dedo meñique con un chocolate en rama que le cayó derecho del techo y que terminó en la panzota de su compañerito de asiento.
El Trasandino de Chocolate apenas duró tres años y sus viajes a Chile lo realizaban cada sábado. También tardaba de seis a ocho horas en total. Como usaba las mismas vías que el Trasandino normal, solía partir una hora más tarde que este último, para que no produjera molestias en el viaje, en caso de que se quedara sin GNC en el camino u otro caso que hiciera retrasar el viaje. Por cierto que si la situación era al revés, es decir, que el Trasandino convencional se quedara un rato en las vías, ya sea para darle unos huesos al perro de Forrest Gump, para sacar fotos al inexistente indio poeta o bien, para darse una vuelta en el Aconcagua Disney National Park, el que quedaba haciendo cola era el trencito del Topoyiyo, y por supuesto que si este último llegaba más tarde a destino corría el peligro de enfurecer a los responsables de los menores de edad. Inclusive -ya que cuentan que efectivamente, cuando ocurrió esa vez fue el detonador final del ambicioso proyecto del Topoyiyo-, una vez el Trasandino de Chocolate, en pleno verano, tuvo que esperar como una hora en la estación artesanal de Las Cuevas, por un show de baile romántico en sus peatonales que ofrecía un cuerpo de ballet sin aerosol. Dicen que en aquella ocasión se derritieron dos vagones y que los niños tuvieron que viajar hacinados en el resto de los compartimientos. Es que mientras el tren avanzara, recibía aire frío de la montaña y eso mantenía el chocolate fresco y sólido, pero cuando tenía que detenerse, su estructura sobrevivía con un sistema especial de aire acondicionado, que en aquella ocasión no fue activado por el motorista, ya que se fugó del tren por un rato para pololear con una atractiva escultora de la región de Iquique. Dicen que si bien ese viaje terminó sin incovenientes, en el recorrido de vuelta un gordito de doce años, hijo de un acaudalado empresario de Las Condes, muy tentado por el tren de chocolate, se comió los siete kilos de chocolate que hacía a la estructura de la ventana, la pared de su ventanal y su propio asiento. El chico cayó de poto directamente a las vías y siguió comiendo, esta vez las estructuras del piso del tren que pasaba por sobre su cabeza. Dicen que el tren tuvo que finalizar su recorrido un kilómetro después, luego de que se desmoronara, tras comprobarse que su piso apenas se sostenía con un frágil capa de chocolate granizado. Dicen que esta catástrofe resultó ser una fiesta porque los sesenta niños y niñas que permanecían en ese contingente se comieron todo el tren -salvo la parte del techo de verdad, el GNC, la calefacción y el aire acondicionado-, en una hora y media. Seis horas permanecieron en el trayecto que va desde Uspallata hasta Horcones para ser recogidos por dos colectivos de larga distancia de la empresa Andesmar.Dicen que tras esa vergonzosa experiencia, el Topoyiyo anunció la suspensión definitiva del Trasandino de Chocolate, cerrando así sus oficinas en Mendoza y Santiago.
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