miércoles, 7 de marzo de 2007

Aconcagua Disney Park


"Sin dudas que el Pato Donald alguna vez llegará la cima".
Ciertos grupos de truqueros del café del Automóvil Club Argentino atribuyen esa frase a Charles Darwin, cuando el científico pasó hace dos siglos por Mendoza y atravesó la cordillera. Más allá de que aún no se sabe si alguna vez hubo una conexión entre el científico evolucionista y el creador de Micky Mouse, bastó para que un ex asesor del empresario financista Max Gregorcic -exactamente el que le hizo contar la historia de que Adolfo Hitler había fallecido en Palmira- enunció que la gran obra del siglo en el país sería un Disney World en el Aconcagua. Y nada mejor que el Trasandino para llevar los materiales de construcción y los pasajeros.
Cinco años después de que el hombre pronunciara la frase que abre esta leyenda, la obra era una realidad a la vista de todos. Este hombre, que había logrado lo que ningún político mendocino pudo concretar en tantos años de militancia, en realidad lo que hizo fue llevar su proyecto a la Legislatura, luego de que un grupo de alumnos de arquitectura lo presentara como tesis. La proyección fue acompañado de champagne para los legisladores, de vino espumante para los hijos adolescentes de los mismos y de bebida gaseosa para los nietos de los representantes del pueblo. El gobernador cayó de curioso con su mujer, hijos, cuñada y familia. El lugar de sesiones de la Legislatura pareció la sala mayor de Cinemark Palmares. El proyecto prácticamente se aprobó solo, porque apareció un importante empresario dispuesto a financiar los 500 millones de dólares que costaba esa obra, que incluía un 20% de coimas -es decir, 400 millones en total. Y así fue como un Pato Donald envuelto en cortavientos llegó a la cima del Aconcagua y su imagen en el Google Earth fue el emblema propagandístico del mismo.
El viaje desde Mendoza City costaba al equivalente a 45 dólares, que es el precio que se paga por ingresar el parque Disney de Orlando. Las cinco horas de duración del viaje apenas pasaban desapercibidos por la permanente proyección de documentales con la historia del fabuloso Walt Disney y sus personajes, como también un viaje virtual al Epcot Center, Animal Planet y al castillo de la Cenicienta. Tras finalizar esta última proyección, siete enanitos vestidos de mozo repartían chocolatitos Jack a todos los niños presente y un hombre que personificaba al perro Pluto -que nunca aprendió a hablar el español- daba chocolate caliente a todos los pasajeros.
Por orden del gobierno provincial, el llamado Aconcagua Disney National Park no tenía que abarcar todo el ingreso al Parque Nacional Aconcagua, del modo que una vez estacionado el tren frente al cerro más alto del continente americano, todos los pasajeros -incluidos los siete enanitos y el Pluto- tenían que subirse a una suerte de tranvía, que lo transportara unos diez kilómetros montaña adentro, para ingresar definitivamente al Aconcagua Disney -así se lo llamaba.
Un kilómetro semicircular con forma de playa de estacionamiento, como si fuese una suerte de anfiteatro plano, y desde allí, una compleja telesilla, cuya última estación era el Donald con cortavientos, situado en la cima.
Si bien el Parque no funcionaba de noche, quinientos kilómetros de luces navideñas dibujaban la silueta visible del Aconcagua, del modo que desde el principio ya mostraba una pinta espectacular. En tanto que el desierto de las laderas de la montaña había sido reemplazado por amplios juegos, acompañados de fabulosos restaurantes, cuyos platos principales eran los pescados frescos recién traidos de Chile, también por el Trasandino.
A los 5.000 metros de altura se situaba la primera montaña rusa de nieve del mundo. Todo un atractivo. En vez de ser transportados por un carril, quienes se prendían a la aventura se subían a un trineo para quince personas, de cinco filas por tres asientos. El mismo era lanzado hacia abajo por una calle de un metro y medio de ancho. Allí hacía todo su recorrido, ya que la fuerza del descenso le posibilitaba ascender para luego caer y dar vueltas en el aire, con la misma velocidad del centrifugado de un lavarropas. Al finalizar el recorrido, cada pasajero debía tomar una copita de pisco chileno para adaptarse mejor a la altura y para que el estómago no le torturase la masa cerebral, ni viceversa. A quien gritara menos le regalaban un porrón de cerveza alemana.
Quinientos metros más arriba se hacía la Caravana del Hielo, que consistía en un desfile de todos los personajes de Disney, envueltos con indumentaria abrigada y llamativa, importada de Rusia. Los visitantes se situaban en los balcones de madera de los Chocolates-Resto, para seguir de cerca y con entusiasmo la música y esa marcha de la alegría infantil. Micky Mouse era quien cerraba la caravana. Pompas de garrapiñadas y de globos congelados de jabón revoloteaban el aire, para que los niños, con extensos canastos de red -esos mismos que luego usan en el carrusel de la Vendimia para manguearle regalitos a las reinas- cosecharan pelotitas a veces derretidas de jabón y hasta caramelitos de miel para la garganta.
Sería muy extenso hablar del Aconcagua Disney National Park y en otra ocasión brindaremos más detalles. Sólo cabe destacar que las primeras quejas que recibieron tanto los gobiernos de Argentina como de Chile fue que, según pintara la cotización del dólar, a veces convenía más ir al Disney de Orlando que al del Aconcagua y además, ¿de qué servía tremenda obra pública para que el 80% de los visitantes fueran extranjeros?
"Mejor hubiera sido remodelar el Challaolandia", decía una carta extraida del buzón de quejas.

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