miércoles, 7 de marzo de 2007

Clavicordio

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De Chile a la Argentina, la cena se servía tras cruzar la aduana de destino. De Argentina a Chile, en Uspallata. Aquí lo que muchos esperaban, además del morfi, era la posibilidad de cenar en el mismo vagón, con una bandeja, al estilo colectivo, o bien, en el compartimento del restaurante a bordo, que recreaba el viejo estilo western, de la privacidad de esa gente de buen gusto y harta paciencia, que disfruta de piponearse durante dos horas y de leer oraciones tan extensas como la que usted ahora está leyendo; cenas largas con copones de los más tremendos vinos de ambas fronteras. Lo que muchos esperaban en las travesías desde Horcones hasta Uspallata -si venía de Chile- o de Uspallata hacia Horcones -si el pasajero se dirigía a Los Andes- era el raid de suspenso y aventura que recorría todo el techo del tren.
Dicen que apenas terminada la cena, los niños empezaban a zapatear el piso y mientras se extendían las pantallas líquidas para la emisión del largometraje cinematográfico en cada vagón, un rápido y vertiginoso zapateo se oía venir desde los techos. Solía empezar en el último vagón y pasaba uno por uno, hasta el compartimento de los conductores del ferrocarril. La sensación de suspenso que se generaba allí era de tal envergadura que muchos pasajeros compraban sombreros de cowboys y estrellitas de comisario para decorarlas en sus remeras, camisas o camperas para la nieve. A eso de las 22.30, cuando empezaba el zapateo, los viajeros arrancaban un "olé, olé, olé" ensordecedor en cada vagón donde iba atravesando ese raid que transcurría en el techo. Inclusive se dice que las chicas adolescentes solían esperar ese momento para hacer con sus cuerpos y brazos la "ola" de las tribunas de fútbol. Cuentan que una vez, una dieciseisañera, algo excedida de kilogramos fuerza y de alcohol -ya que en el Trasandino no regía la Ley Seca- fue tan exagerada con la ola que con su movimiento voló y atravesó de un flechazo la pantalla líquida del cine y terminó con un fuerte porrazo en la puerta del baño de hombres, hecho que derivó en un final pícaro y de moraleja para su mala suerte: un llamado de atención en la cabeza dado por el bastón de roble fino de un anciano, que se estaba midiendo el azúcar en el baño. Tras ser denunciado por organizaciones de derechos humanos, el anciano diabético zafó tras afirmar que su intención fue probar los reflejos de la niña crecidita con un golpecito de bastón refinado en el marulo despeinado de la susodicha.
La cuestión fue que en el Trasandino se convirtió en un clásico esa aventura enigmática que transcurría a las 22.30, ya sea en viaje de ida o de vuelta.
Cuentan que tras fracasar en los castings para ser actor de películas del género western en Hollywood, Anthony Spins se tomó el desafío de ir al hemisferio sur para radicarse en algún lugar parecido al gran Cañón del Colorado. Como la guita se le acabó en pleno viaje del Trasandino, no le quedó otra que bajarse en Uspallata y no subirse más. Venía de Chile. Hasta allí llegaba tras viajar durante semanas en un barco comercial que partió en Los Angeles y su parada final fue Valparaíso. El actor traía su propia cámara y quería hacer un estudio cinematográfico en la precordillera argentina, pero dicen que al final se hizo amigo de un paisano que alquilaba caballos a turistas en Uspallata. Toda la guita para hacer el estudio se lo gastó en alquilar películas y DVDs westerns en el video de ese paisano, dicen. Lo que este hombre hacía, tras sacar la película por tres días -un día para verla y dos días para atravesar la montaña y así devolver el video-, era una recreación de los momentos más intensos que extraía de cada historia western que alquilaba. Y aprendió español con los subtitulados, dicen. Por eso hablaba como mexicano. Pero más allá de este insignificante detalle, Spins se dio el gusto de comprar e instalar en su rancho, internado a treinta kilómetros montañas adentro, hacia el oeste de Uspallata, un equipo de sonido solo comparable al de un boliche de Chacras, con el fin de recrear el momento de aventura al máximo. Por esta razón, dicen, los animales de la zona dormían alterados cada noche y muchos se despertaban de un tirón, creídos de haber sido blancos de un inexistente balazo.
Clavicordio era un televidente de primera hora. Solía ver los anticipos de films a estrenar, que mostraba la video y se sintió muy identificado con el gato emblema de Cinemark. Por esta razón, Antonhy solía dejarle hígado adentro de un vaso de Coca Cola grande y de cartón, como el que usa el bicho de Cinemark en el spot institucional, que invita a los presentes en la sala a apagar el celular y a no hacer ruido.Por esas casualidades de la vida, el Trasandino cruzaba frente al rancho de Spins. El temblor generado por el paso del ferrocarril, en todos los santos días, generaba la caída del vaso de Coca Cola con hígado, del techo de lata del rancho al techo del primer vagón del tren. Cargado de estrés y advertido del caso, el gato Clavicordio dejaba que el coche se llevara su comida y recién pegaba el salto cuando llegaba el último vagón. Lo que le gustaba hacer a este bicho era perseguir al vaso de cartón de Coca Cola, que si bien estaba quieto, con la velocidad del tren parecía una suerte de ratón que huía de una persecusión del Western. Y como Clavicordio tenía que ser el héroe de la película, transpiraba la camiseta al sacudir velocidad desde el último vagón hasta el primero, donde finalmente cazaba al vaso con el hígado. Recién allí pegaba el salto para regresar al rancho, en una travesía de cinco kilómetros, que a veces lo hacía repitiendo la misma aventura con el tren que venía de vuelta.

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