A fines de 1990, cuando Buenos Aires ardía en cacerolazos, una lluvia de papeles cayó del séptimo piso de un edificio ubicado en Suipacha y Córdoba. Dos niños, que presenciaban la marcha de los vecinos enfurecidos hacia la Casa Rosada, tomaron unos de esos papeles que caían desde lo alto. Estaba escrito en hoja A4 y a mano, con letra manuscrita. El momento caliente les hizo olvidar la enorme trascendencia que tenían esos papeles.
Quince años después, tras graduarse de arqueólogos, esos dos flamantes científicos -que habían hecho de esos papeles la razón de su vida desde el aspecto curioso-racional- decidieron averigüar si lo que el texto decía era cierto o no.
"En la Cordillera de los Andes, hace cuarenta millones de años, y antes de que existiera el hombre -y por ende, la mujer- y el mono, un extraño ser habitó en ese lugar, que hizo desdoblar la variedad genética de seres mamíferos: se trataba del primer mono que el ser humano haya conocido -por papeles, obvio- y de un mamífero opíparo parecido al cerdo. Era muy obeso y de mediana estatura. Tenía el poto colorado. Dicen que sabía hablar, aunque se comunicaba más con señas que con señales auditivas. Y se desplazaba con enorme rapidez. Su obesidad le permitía descender de los cerros rodando y su agilidad le permitía escalar rocas a gran velocidad. Un animal hecho para la montaña que comía todo el día lo que la naturaleza le ofrecía: yuyos, insectos, yuyos, serpientes, yuyos, residuos, yuyos y algunas especies aún no estudiadas de la zona, como el hormigón armado y el dinosaurio blanco".
Efraín y Salustro se fueron de Luna de Miel a Mendoza, tras graduarse. Para equilibrar la relación, sus respectivas mujeres abrieron un local que vendía trajes de baños, importados de Brasil, en la fashion avenida Arístides. Adriano y Gonzalo decidieron años más tardes cambiarse los nombres para que la historia no los olvidara si alguna vez encontraban a esa tremenda especie animal que habitó en la Cordillera de los Andes y que fue, seguramente, el primer ser irracional que habitó este planeta. Si dejaban sus nombres originales, la historia los confundiría con jugadores de Brasil, decían ellos, en cambio, los dos nombres ancestros y aburridos adoptados servían para que la posteridad los tuviera como nombres de una calle, como hoy los son French y Berutti.
Convencidos de que el Monochancho aún estaba en las altas cumbres, ya sea como restos óseos o en vivo y en directo, Efraín y Salustro partieron al monte donde cayó la avioneta de Benjamín Matienzo, es decir, el lado argentino del murallón de tierra y piedra que divide Argentina y Chile. Según cálculos muy precisos hechos por ellos mismos, el primer Monochancho vivió en ese paraje cordillerano, que hace una bocha de millones de años no mostraba la gran altura que contempla en el presente.
Antes de partir de Mendoza, decidieron hacer una campaña de prensa, para configurar el sistema operativo de su fama, por si las cosas resultaban bien. Pero la prensa cuyana les cortó el rostro, por lo que decidieron subirse al tren, cruzar la Cordillera y probar en Santiago. El diario sensacionalista La Cuarta les dio espacio, a cambio de que ellos se fotografiaran con un chimpancé y un cerdo del zoológico de la capital chilena.
"Científicos che buscan Bicho picarón en la nieve", tituló el diario chileno. La imagen incluía un auspicio de cerveza Pilsen, que Efraín exponía con el brazo derecho extendido, a la vez que con el otro acariciaba el torso del cerdo, en tanto que el chimpancé se trepó al hombro de Salustro y apareció en la foto con un gorrito rojo de Ferrari.
"Ahora nos toman el pelo, pero mañana se van a arrodillar para pedirnos una nota", sentenciaba Salustro, que el rostro color "tomate intolerancia" por cargar en sus hombros un ejemplar de simio con poto colorado.
"Mi amor, desde la siesta que no paramos de reir, te quiero, Eliana", mostraba en el visor del celular un mensaje de texto escrito por la flamante esposa de Efraín.
En la ciudad de Los Andes, los jóvenes científicos cargaron cuatro mochilas repletas de alimentos y combustible para subsistir. Si bien el cerro Matienzo se sitúa en el "conurbano" de Las Cuevas, ellos se prepararon para ahondar jornadas montaña adentro, con instrumentos ópticos de búsqueda precisa para dar con ese objetivo descubierto la noche previa a la caía del ex presidente De la Rúa. La sorpresa se dio cuando un contingente de niños los despidieron con máscaras de chimpancé. En tanto, cuando el tren partió, unas diez bailarinas de un ballet levantaron sus faldas y le mostraron sus colas, al mejor estilo camionero yanqui en el Mouline Rouge, nada más que ambos cachetones estaban cubiertos de un plástico rojo, con "smiles" dibujados, que simulaban ser el culón simpático y colorado de esos simios. Esta despedida florida, bohemia y chiflada fue contratapa color de La Cuarta, en un artículo cuyo título fue "Hasta la vista baby chiflaron cachetes de ají y culillos a picarones che".
Prácticamente pasaron por desconocidos en Los Andes, quizás porque estaba ciudad se estaba "refundando" con la construcción de El Bombón Asesino. A falta de Google Eather, primero hicieron vista panorámica desde la bajada del Cristo Redentor y señalaron las áreas a explorar. Todo indicaba que debían marchar hacia el norte, casi hasta el límite con la provincia de San Juan. La aventura con la prensa chilena había quedado atrás y era el momento de poner en práctica todos los conocimientos asimilado en los últimos quince años sobre la primera especie animal que habitó el planeta.
Recién en el segundo día encontraron algo: un guante que habría sido del avión de Benjamín Matienzo. Lo extraño era que ese elemento había sido adquirido en una juguetería chilena, aunque no decía cuándo.
La búsqueda se hizo lenta, precisa y apasionada. No había señal de los celulares y al parecer, se olvidaron de que eran recién casados y estaban en la Luna de Miel, pero sin sus mujeres y sin el corazón puesto en el amor, como la ley manda para esas ocasiones. Dos semanas después, cuando recibieron señal en la estación del Trasandino en Puenta del Inca, ambos tenían unos doscientos mensajes de textos con palabras para nada extraidas del corazón, tras bailar el Danubio Azul en el Riachuelo, como lo hicieron ellos cuando sellaron el compromiso ante Dios y la ley.
Lentamente fueron siguiendo una pista extraña, de modo intuitivo, y creyeron ir hacia al norte, cuando en realidad avanzaban hacia el Este, más precisamente hacia el cerro Aconcagua. El criterio de seguir los picos más altos los conducjo hacia el más alto de todos. Por supuesto que no habían encontrado nada, pero tampoco se los veía desanimados, más allá de no encontrar más que yuyos y nieve en la alta montaña.
Un día se encontraron con los rieles del Trasandino, visualizaron el río Mendoza y descubrieron la chingada de pista. Sin embargo, no tuvieron tiempo para maquinar este error porque un punto negro y misterioso se movía al finalizar el recorrido de la mirada, en la línea de la vía férrea. Eso negro, que reposaba sobre las vías, seguramente sería desviado por el maquinista del tren, aseguraron ellos, pero como era la única novedad hallada en las últimas semanas, se quedaron como dueños del tiempo contemplándolos.
Cuestión de suerte o no, pero al rato apareció el tren y se detuvo. Como ellos supusieron, se bajó el maquinista. Pero lo no previsto fue que esa cosa negra se levantó de las vías, hizo un garabateo desaliñado y se subió al tren. Los dos se miraron, por primera vez, bronceados por la sorpresa y no por el soleado criminal, asimilado en esos días, sin cremas protectoras. Esa figura negra era obesa, muy obesa y se desplazaba como un simio. Además, tenía dos puntitos rojos, fosforescentes. Sin dudas que era un bicho extraño. ¿El Monochancho?
El tren avanzó hacia ellos, que parecían perplejos por estar al borde de esa respuesta buscada desde hacía quince años. No se detuvo. Siguió como si ellos fueran almas invisibles en la estepa helada. Al visualizar el último vagón, ráfagas de gritos se ventilaron por las ventanas. Y esta vez lo vieron más de cerca. Era el Monochancho.
Siguieron por la vía unas doce horas más, hasta que el siguiente convoy los arrimó hasta Puente del Inca. Allí se bajaron e indagaron a todo el mundo por este bicho extraño. Todos les aportaron mínimas respuestas. Y las mismas las condujeron hasta donde estaban los residuos del barcito de ese paraje montañoso. Allí lo vieron en pleno por primera vez: dos metros noventa de altura, piel oscura, de unos trescientos kilogramos, muy ágil, manos grandes, orejas de ex ministros de Economía de Argentina, trasero color brasa caliente, mal olor y enfurecido. A Efraín le costaba creer. Prefirió comprobar si era verdad eso de que si sabía hablar y le preguntó si, efectivamente, vivía por aquí desde hacía millones y millones de año. Respondió tan rápido como sorpresivo: "¡Caiaaaate, guón, shuuuta que me falta papiiiilla!".
Efraín y Salustro nunca supieron si el Monochancho realmente comía de todo y todo el tiempo, como decían los libros, o bien, porque en el Trasandino nadie se bancó la broma pesada de que un lector del diario La Cuarta se haya subido al tren para asustar a los pasajeros y que por ello, no haya probado bocado durante un trecho largo. Lo que sí supieron fue que el guante hallado casi en el límite con Chile no fue de Matienzo, sino que, efectivamente, había sido comprado unos días antes en una juguetería de Santiago. Tampoco supieron -ni quienes estamos leyendo esta historia lo sabremos- si sus flamantes esposas dejaron de ser flamantes o no. Lo que sí es cierto es que cuando regresaron a Mendoza, comenzaron una nueva vida y eso les vino como otro anillo al dedo en sus mujeres, porque ya no escucharían hablar más del Monochancho, que al final existía sin nunca haber existido.
miércoles, 7 de marzo de 2007
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