miércoles, 7 de marzo de 2007

Revisionismo en Picheuta


Para hacer más turístico el viaje a Chile en tren, el gobierno de Mendoza había designado a un guía turístico por vagón. Apenas inaugurado el transporte de pasajeros esta iniciativa significó un boom que no registró muertos ni heridos, porque explotó en el buen sentido de la palabra: no todos cruzaban la cordillera porque el viaje era más lindo, sino también para aprender historia.
Sin embargo, los mismos guías turísticos casi echan a perder esta iniciativa. Y todo por culpa de la suegra del maquinista, que en una ocasión tuvo que acompañar a su yerno porque no quería dejar sola a su hija con su marido, pese a que ambos formaban una excelente pareja y familia.
Cuentan que esa mañana el sol abrazaba toda la precordillera y las nubes apenas interceptaban las altas cumbres. Si bien el verdadero nombre de la suegra del maquinista figura en los Archivos del Olvido y, por supuesto, en el Registro Civil, nos limitaremos a llamarla Doña Rosa. Y fue ella quien decidió hacer lo que sólo una mañosa con arrugas puede hacer: echar la yerba usada del mate en el balconcito del último vagón del tren y no en una bolsa de supermercado, como el que estaba allí, en la sala de máquinas.
Sorprendía la rigidez y equilibrio de la doña para mantenerse firme en las interminables curvas del recorrido, mientras iba de vagón en vagón. En el primero escuchó decir al guía que en el puente de Picheuta, la franja del ejército libertador al mando del general Las Heras había enviado a un grupo de adelantado para alertar sobre la presencia de enemigos realistas en el camino y que en ese lugar, aparentemente, fue donde el ejército de San Martín realizó el primer combate. Es que el tren justo atravesaba Picheuta y los guías contaban la historia con detalles a los curiosos turistas.
Sin embargo, doña Rosa creyó que en el segundo vagón escucharía la continuación de la historia iniciada en el compartimiento anterior. Pero lo que escuchó fue algo así, según sus dudosas palabras: "Las Heras se detuvo a comer un asado con la carne de un burro que se había muerto. Como nadie quiso comer esa carne dura y barata -que en Mendoza ni siquiera te lo venden en la calle Las Heras-, lo que hicieron fue hacer un puente de piedras (el de Picheuta), con la carne en bandeja, envuelto de panes frescos, para que algún enemigo realista, devorado por el hambre lo comiera. De este modo, cuando el realista fuera atacado por la indigesta, el ejército de Las Heras liquidaría la operación con dos patadas en el ombligo y un Carbonocafstiasol. Y así sucedió".
Cuentan que doña Rosa quedó paralizada por el despiste mental que le produjo esta versión y por ello, una curva fuerte casi la lanza fuera del fuelle, pero hacia el exterior del tren y no hacia el vagón siguiente, como tenía que ser. Por esta razón es que ingresó al tercer vagón como producto de un triple encestado por el colorado Volcowhisky. Sin dudas que los viajantes ayudaron a levantarla, la sentaron en la primera butaca y le ofrecieron una ginebrita para calmarle los dolores. Entre los voluntarios, el guía de ese vagón, que no interrumpió el discurso que estaba dando allí.
"Picheuta era el nombre del ombligo del último descendiente inca que llegó a esta zona de la cordillera y por aquí pasó un contingente de adelantados del general Las Heras, entre los que se hallaba Alvaro Núñez Cabeza de Vaca, el español que vio por primera vez las cataratas del Iguazú y que días más tarde, en esta travesía, sería quien descubriese Puente del Inca".
Dicen que la suegra del maquinista agarró la botellita de ginebra y con sorprendente puntería, lo arrojó hacia atrás, mirando ella hacia adelante, como si ese pedazo de vidrio fuese el ramo de la novia, con la intención de llamarle la atención al guía mentiroso con un porrazo de abuela. Pero la puntería sorprendente fue porque el frasco terminó encestado en la nuca de un viajante suizo, también pasado en años, como ella. "El pelado agarró el ramo. No la deje pasar. Es una buena partida para usted", dijo una señora amable, también sentada en la primera butaca, que entre el espesor de su cadera más el canasto de los mates ocupaba unos tres lugaresy medio. Para estar a la altura de las circunstancias, doña Rosa se fue directo al cuarto vagón con la yerba mala para tirar en una bolsita.
"El ejército de Las Heras sufría hambre, frío y calor. Debido a que en este sector pasaba mucha agua del río Mendoza, decidieron construir un puente de piedras para que los soldados pudieran pescar. Allí pasaron diez días y pescaron lo suficiente para comer un mes, aunque un avance del ejército realista casi le arrebata todo el alimento sacado del río...", escuchó decir del guía que exponía en ese vagón.
Y la doña estalló:
_ ¡Cómo puede mentirle usted a los turistas!, gritó incómoda la Rosa.
_ Señora pasajera, existen varias versiones de la historia y yo cuento lo que escribió Felipe Pigna, pero el del primer vagón es seguidor de Mitre y el quinto vagón sé que estudió todo lo que escribió Felix Luna
_ ¡Es una vergüenza y una payasada, porque ni siquiera estamos unidos por la historia!
_ En eso estoy de acuerdo con usted, pero no debe negar que la historia fue contada de distintos modos porque....
Porque el silencio fue total: frente a ellos estaba el mismísimo general Las Heras.
_ ¡Lo único que falta: que venga un artista del staff de Piñón Fijo para contarnos la historia!
El hombre lo miró con una seriedad tan profunda que revelaba una sólida e histórica autoridad moral.
_ Perdone señor, general...Las Heras..., usted merece una mejor calle, en nombre de todos los argentinos le pido perdón porque todas las vidas que usted y otros dejaron aquí, como también en la guerra del Paraguay, en Malvinas, las invasiones inglesas, ay, perdón, en fin, le pido perdón porque los argentinos de hoy no estamos a la altura de nuestra historia y no le podemos devolver con vida y progreso las muertes que ustedes nos dejaron.
Tan avergonzada estaba que se retiró rápido y volvió tan asustada como sorprendida al primer vagón, que le negó una invitación a tomar un café que le hizo el viajante suizo. Quería contarle todo a su hija y al marido de esta última, que en el fondo admiraba.
_ Querida, ¿dónde está tu marido el maquinista?, lanzó la suegra, con benevolencia en sus colmillos, al llegar a la sala de máquinas

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